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Dalí, la ciencia y Amanda Lear


«...La gloria militar es la más alta y la más sonora: las alas más grandes crecen en los cadáveres y en las ruinas. Cuando sueño con la gloria, me veo habiendo devorado territorios, habiendo conquistado un imperio, desfilando bajo arcos de triunfo, oigo las trompetas de plata, hago un discurso, levanto los brazos, con las axilas humeantes. 
Desgraciadamente, no puedo hacer más que soñar. El fango del pacifismo se expande por todo el mundo, las Unesco y las Onu proliferan, la calma espectral de las larvas anestesia a las almas. Y, sin embargo, sigo deseando ardientemente una guerra de la magnitud de un cataclismo, porque entonces se haría realidad mi sentimiento trágico de la vida y mi concepción heroica del hombre. 
Lo que mejor me iría sería una guerra moderna: ultra-rápida, colosalmente destructora y transformadora, de una ferocidad inusitada. ¡Una gran aniquilación de las pasiones blandas, de las apatías, las tonterías, de los sentimientos fermentados, de los pensamientos purulentos, una limpieza apocalíptica de humanidad podrida, y una enorme fábrica de ángeles! ¡La lejía de los dioses! ¡Y el brusco, el formidable aumento de consciencia! 
Actualmente, la ventaja de una guerra total sería que la gente contaría con una buena información. Poblaciones enteras conocerían la fatalidad de su muerte cercana, esperarían el sacrificio con los ojos abiertos, avisados segundo a segundo de la llegada del rayo fulminante, y en vez de morir sin haber vivido nunca, al morir vivirían un minuto de verdad. ¡Qué aumento de los poderes humanos! Sólo una guerra como ésta puede hacer converger todas las potencialidades. 
Nunca se habla de cuánto enriquecimiento del saber y del poder aporta la guerra, qué fabulosos progresos engendra. Con una guerra como la que he descrito, daríamos un paso de gigante, ganaríamos mil años. Y finalmente, de la revuelta masa humana resultante saldrían monstruos, seres diferentes, mutantes; las energías de la vida se manifestarían de modo paroxítico para lo peor inesperado y para lo mejor inconcebible. 
La gloria es a la crueldad lo que la rosa es al rosal, y los verdaderos maestros son los grandes crueles. Para desencadenar semejante guerra necesitaríamos a unos señores de la guerra imparciales. Lo que quiero decir es que deberían ser unos hombres que no trabajasen ni para el bien ni para el mal, sino para el conocimiento, para aumentar el psiquismo humano con esta explosión de sufrimiento, de placer y de angustia. Hitler tal vez desvariaba, pero perseguía objetivos concretos, como la hegemonía alemana o la victoria de una raza. 
Aún no sabemos cómo serán los Superiores. No serán humanitarios, sino superhumanitarios; no lucharán por el progreso, sino por la transmutación, y buscarán el máximo rendimiento por medio del máximo conflicto. Nos enseñarán lo que es la guerra en los tiempos modernos. No podremos ver aparecer el oro sin una gran guerra, un fuego intenso. Somos seres secos, cerrados, estrechos. Sólo podemos conseguir la vida, o mejor dicho, la supervivencia, mediante la violación, el desgarro, el crujido, el desangramiento.




»Como tengo el don de poderme expresar con la pintura, pinto. Pero soy en primer lugar un hombre que tiene una visión del mundo y una cosmogonía, y estoy habitado por un genio capaz de vislumbrar la estructura absoluta. Si tuviera lugar una guerra catastrófico-salvadora, yo sería uno de los únicos capaces de revelar el sentido del conflicto, la dirección vertical de ese apocalipsis. 
Gracias a mí, cuando su piel chisporrotee y sus ojos empiecen a fundirse, los hombres entenderán que así es como florece la flor de fuego del Conocimiento. Yo les explicaré la formidable grandeza de este cambio, de esta colosal inversión de los signos. Existen sacramentos más allá del bien y del mal, pero nosotros habitamos en las zonas inferiores, las de la moral. No comprendemos cómo juegan las fuerzas por encima de nosotros. 
Es evidente que no puede haber un Gran Bien sin un Gran Mal, o mejor dicho, un Bien absoluto sin una contestación absoluta del Bien. Y parece lógico que, con el frotamiento intenso de estas antinomias, se produzca un calor tan intenso que aparezca una luz deslumbrante. A menudo pienso en el doble misterio de los juicios de Juana de Arco y de Gilles de Rais, compañeros de armas, almas complementarias. El mariscal alquimista, fascinado por el oro, el sexo, la muerte y la gloria, trató con el Diablo, de Príncipe a Príncipe, le convocó en su castillo para firmar un pacto, con la condición de poder salvar su alma. Violó y degolló a ciento cuarenta niños y niñas; y, sin embargo, no solamente murió perdonado y con la excomunión anulada, sino también salvado, seguro de dirigirse hacia «el gran júbilo del paraíso». 
Mientras se dirigía a la hoguera, incluso los padres de sus víctimas le lloraban, conmovidos por la grandeza del arrepentimiento y por el resplandor de ese santo al revés. Confesó tantos horrores, “suficientes para matar a diez mil hombres”, que el obispo Malestroit tuvo que tapar con su manto el rostro del crucifijo del altar. La multitud cayó de rodillas, rezando por él y por sí misma, por las profundidades y las cumbres de la tragedia mística, que siempre es una tragedia del sacrificio. Llegada la noche anterior a su suplicio, el sargento murió en paz, como si estuviera en una cuna flotando sobre este río de plegarias. 
¿Hace falta que os diga que el sacerdote y el más sabio de la singular legión del mariscal, el misterioso Prelati, a pesar de sus abrumadoras confesiones, acabaría salvando la vida y convirtiéndose en el alquimista personal de René d’Anjou? En este caso, como siempre, la última palabra la tuvo la alquimia. 


 »Alrededor del héroe, todo se convierte en tragedia, y por eso cuando apelo al heroísmo apelo a la guerra, no para conseguir el desorden y la muerte, sino para alcanzar un orden superior que se manifieste en todo estadoparoxístico de la vida. Asimismo, Nietzsche no afirmaba que Dios hubiera muerto porque él había renunciado a buscarle, porque se sintiera incapaz de creer en Dios, sino todo lo contrario, porque lo buscaba de la única manera legítima, es decir, mediante la locura. Después de decir lo que he dicho sobre un más allá del bien y del mal, seguramente veréis en mí una influencia de Nietzsche. 
Ahora bien, mi admiración por el Loco es moderada. A mi parecer, Nietzsche cometió dos errores imperdonables. Uno, volverse loco. El otro, acabar bañándose en un sentimentalismo que le condujo a preferir Bizet en vez de Wagner. Nietzsche era grande, pero no monumental. Como yo, experimentó el vértigo por las alturas y deseó el cataclismo regenerador por amor a lo que es, en el hombre, más que el hombre. Pero para que este amor crezca necesita un aire tan vivo, tan seco, que no podría habitar la región húmeda de los sentimientos. La crueldad es la rectitud del amor.»


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