La marcha procesional enraíza en la segunda mitad del siglo XIX y lo hace bajo el concepto de marcha fúnebre, forma musical muy recurrida durante dicha centuria, albergada bajo la corriente estilista del Romanticismo.
De ella emanaron grandes composiciones que posteriormente, y debido al
escaso repertorio a que tuvieron que enfrentarse las primeras bandas de
música, fueron adaptadas, siendo tocadas en las procesiones de Semana Santa, continuando hoy en día, vigentes en algunos lugares. Este es el caso del segundo movimiento de la Tercera Sinfonía de Beethoven; de la marcha fúnebre que Frédéric Chopin compuso para el segundo movimiento de su Sonata para piano n.º 2; la marcha fúnebre de Sigfrido de la ópera El ocaso de los dioses de Richard Wagner; la marcha Juana de Arco de Gounod; las marchas fúnebres de Schubert; o el «Adiós a la vida» de la ópera Tosca de Giacomo Puccini; entre otras.
Pero muy pronto comenzarían a aparecer las primeras marchas fúnebres compuestas específicamente para cofradías y hermandades.
Aunque aún hoy queda mucho por investigar, se considera a José Gabaldá Bel, quien fuera director de la Banda de la Guardia Real en Madrid,
uno de los primeros autores en componer expresamente música para la
Semana Santa. Su serie de marchas fúnebres, entre las que se encuentran
las tituladas «El llanto» o «Soledad», acompañan a la adaptación de la marcha fúnebre de la ópera Ione del maestro Enrico Petrella.
Pronto tomaría la alternativa Andalucía.
Así, aunque existen referencias que apuntan a la existencia de marchas
fúnebres ya en la segunda mitad del XIX, según los documentos
existentes, es la marcha fúnebre compuesta por el cordobés Rafael Cebreros para la Semana Santa de Sevilla, y que se publicó en 1874. En 1876, y en Cádiz, Eduardo López Juarranz,
compone la marcha fúnebre «¡Piedad!» en honor a la corporación del
mismo nombre de esta ciudad. En años sucesivos, Juarranz, acometería
nuevas marchas, entre la que destaca «Pobre Carmen», común en
innumerables ciudades españolas.
En Córdoba, Eduardo Lucena Vallejo, músico destacado del romanticismo andaluz, compone, en 1883
«Un recuerdo», marcha dedicada expresamente al Ayuntamiento de Córdoba,
siendo director de la Banda Municipal de esta ciudad andaluza,
formación en la que el propio Lucena, Cipriano Martínez Rücker y Juan Antonio Gómez Navarro, dejaron un curioso e importante catálogo de marchas fúnebres.
Pero, si hay una época dentro del siglo XIX
que resultó verdaderamente prolífica, esta fue la década de los
noventa, saliendo a la luz marchas como «El Señor de Pasión» de Ramón González, compuesta en Sevilla en 1897; «El destierro» de Vicente Victoria Valls, compuesta en 1891 en la ciudad de Cartagena; «Pange Lingua» y «Sacris Solemnis» compuestas en 1898 en San Fernando por Camilo Pérez Montllor; o «Virgen del Valle», compuesta por Vicente Gómez Zarzuela en 1898 y «Quinta Angustia», compuesta por José Font Marimont en 1895. Ambas marcarían el estilo de otras muchas composiciones que le precederían.
Ya desde esta época tan temprana, algunas de ellas comenzarían a
introducir melodías que se pueden denominar «alegres» dentro del
patetismo propio de la marcha fúnebre. Así es el caso de las mencionadas
«Pobre Carmen», «Un Recuerdo» o «El Señor de Pasión».
Aunque como ya se ha mencionado, existe un punto de inflexión personificado en Sevilla en Vicente Gómez Zarzuela y en la saga de los Font; en otros lugares de España como Cartagena, Madrid e incluso Canarias, donde, en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, Santiago Tejera Ossavarry, compone la marcha titulada «La Espada del Dolor»; se continuaba componiendo siguiendo estrictamente la estética establecida por la marcha fúnebre, es decir, haciendo caso omiso a lo establecido por «Virgen del Valle». Es en este momento cuando el género comienza a desarrollarse, adquiriendo personalidad propia, y haciendo que las bandas militares se constituyan como referente en este estilo musical.
Los años veinte serían testigos de la aparición de la revista musical Harmonía, fundada por el empresario y músico guipuzcoano Mariano San Miguel Urcelay, y autor de dos piezas que dejarían clara la maestría de su autor, «El héroe muerto», compuesta en 1919, y «Mektub», que data de 1925. A su revista acudirían a enriquecer sus repertorios las bandas, surtiéndose de piezas famosas y desconocidas.
Es en este momento, 1929, cuando surge una de las marchas que hoy por
hoy goza de mayor popularidad. Se trata de «Rocío», marcha que aunque
no puede ser calificada como original, fue compuesta por Manuel Ruiz Vidriet, y dedicada a la Virgen del Rocío de Almonte, sirviéndose de una melodía mexicana, la canción «La peregrina», y de parte de una composición original de Joaquín Turina Pérez,
perteneciente a su poema sinfónico «La Procesión del Rocío». A su vez
surgen de los primeros poemas sinfónicos en forma de marchas fúnebres,
dos aspectos diametralmente opuesto.
En el primer tercio del siglo XX se produce un hecho verdaderamente
curioso, la aparición de las primeras marchas para bandas de cornetas y tambores, siendo la primera de todas la Banda de CC. y TT. del Real Cuerpo de Bomberos de Málaga , cuyo compositor de cabecera fue el maestro Alberto Escámez, que fue músico miltar y el creador de las marchas de cornetas y tambores.
Sus marchas procesionales se consideran dentro del repertorio clásico. Compuso marchas como "Consolación y Lágrimas" en 1922, "La Expiración" en 1926, "Virgen de la Paloma", "Virgen del Rocío" o la más famosa de ellas, "Cristo del Amor"
compuesta en 1944, siendo referente de las marchas de cornetas y
tambores. La mayor parte de su actividad se desarrolló en Málaga y otras
zonas de Andalucía.
Las marchas de Alberto Escámez
se consideran un clásico y se interpretan por toda España. A su vez
surgen de los primeros poemas sinfónicos en forma de marchas fúnebres,
dos aspectos diametralmente opuesto.
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